Eso de “ni arte ni educación” parece una excelente idea. No tanto porque ninguno de ellos intrínsecamente sirva para algo, sino porque a esta altura de las cosas son ambos términos los que están en un estado de corrupción y de deformación que hace que ya no sirvan para nada.
Cuando se decide oficialmente que las materias relacionadas con el arte distraen de la educación, no nos estamos enfrentando a una estupidez ministerial soberana (aunque nos dé placer definirla como tal). Estamos en una situación mucho más grave, que es la de ser víctimas de una ideología que le dio un nuevo significado a las palabras y que mucha gente se las cree. De acuerdo a estos significados, el arte es una actividad que sirve para el ocio, y la educación es un servicio de fabricación de empleados que trabajan para intereses ajenos. Podemos culpar al sistema financiero y a sus instrumentos (como lo es el informe PISA), pero deberíamos también culparnos a nosotros mismos por ser pasivos y permitir la usurpación de las palabras. Ya no se trata de rebautizar al arte y a la educación con un “Juanito” y una “María,” o cualquier otro nombre. Se trata de re-conceptualizar los términos y darles un contenido que sirva para los propósitos para los que fueron creados en su sentido más constructivo y, por lo tanto, independientemente e independientes de la estructura corporativa y de la miopía gubernamental.
De acuerdo a los prejuicios vigentes, el arte hoy es visto y utilizado fundamentalmente como un medio de producción de objetos de lujo. Esto después de una larga historia que incluye el pasaje de la manufactura artesanal a la contemplación para terminar en un coleccionismo que sirve como una prueba de estatus y riqueza. La educación, por su parte, es interpretada y usada como un proceso para crear una meritocracia al servicio de las estructuras de poder, tanto empresarial como nacional. Las instituciones se diseñan como filtros para identificar a los pocos “mejores” útiles en lugar de preocuparse por mejorar a los individuos y permitirles contribuir comunitariamente. No es que la identificación del mejor sea inútil: prefiero ser operado por el mejor cirujano y no por un cirujano mejorado. Pero ambas dinámicas, tanto en el arte como en la educación, promueven y reafirman la fragmentación del conocimiento en disciplinas y especializaciones que están condenadas a permanecer en compartimientos estancos. El proceso que debiera perfeccionar a los individuos como parte de un complejo social los convierte en personas encapsuladas e instrumentalizadas. Cuando la enseñanza se paga, se obliga al estudiante a pagar algo diseñado con criterios que no tienen mucho que ver con el estudiante: la supervivencia dentro de un mercado dirigido por la oferta y la demanda laboral, la competitividad nacional, etc. Es como hacerle pagar a los soldados para poder combatir en una guerra.
El encerramiento del arte en un gueto disciplinario lo reduce a la producción de objetos auto-contenidos o, en su defecto, lo convierte en una práctica social superficial que no se diferencia de los servicios sociales genéricos. Ignora el hecho que el arte es una forma de pensar y de adquirir y expandir el conocimiento y que su utilidad mayor no es la de colocar piezas en un museo sino la de ayudar a usar la imaginación. La tradición artesanal es la que lleva a que a los niños se les entreguen lápices, pinturas, tijeras y cola de pegar para que jueguen con los materiales. Sirven primariamente para refinar las habilidades manuales y no las mentales y emocionales utilizadas para conocer. Es el elogio de los maestros lo que convierte a los objetos en arte, y esto sucede sin que el niño (o para el caso frecuentemente también el maestro) tenga la más mínima idea de qué cosa es el arte realmente. La paulatina sumisión al canon imperante y la eficiencia dentro de ese canon, determinan cuáles niños serán designados como talentosos y cuáles no, pero primariamente usando criterios basados en la habilidad manual, la eficiencia en la representación y la competitividad. Parecería más apropiado entonces entrar al arte por la puerta de la cognición. Proponerle al niño que divida su universo en cosas que son arte y cosas que no lo son de acuerdo a una definición propia y arbitraria.
Texto del Luis Camitzer tomado de Ni arte ni educación: Una experiencia en lo que lo pedagógico vertebra lo artístico. El documento completo de la exhibición se puede leer aquí.
Recordando la vista de este artista a Panamá para una exhibición y taller organizado por la Fundación Casa Santa Ana
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